"Sólo esforzándose de primera mano con las condiciones del problema, buscando y encontrando su propia solución, esa persona logrará pensar." John Dewey (1859-1952)
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lunes, 9 de octubre de 2017
domingo, 15 de enero de 2012
Gustavo Adolfo Bécquer, vida y obra (Power Point)
Gustavo Adolfo Bécquer
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miércoles, 9 de noviembre de 2011
MAESE PÉREZ EL ORGANISTA, de Gustavo Adolfo Bécquer (Texto completo)
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.
Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:
-¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma! -me contestó la vieja-. En que éste no es el suyo.
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
-Se cayó a pedazos, de puro viejo, hace una porción de años.
-¿Y el alma del organista?
-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le substituye.
Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.
Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:
-¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma! -me contestó la vieja-. En que éste no es el suyo.
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
-Se cayó a pedazos, de puro viejo, hace una porción de años.
-¿Y el alma del organista?
-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le substituye.
Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.
- I -
-¿Veis ése de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora, que después de dejar la suya se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa obscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.»¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?
»A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ése es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.
»Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. Él sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe, y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco.
»Mirad, mirad ese grupo de señores graves: ésos son los caballeros veinticuatro. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pedro Botero... ¡Ay vecina! Malo..., malo... Presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia, pues, por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster. Mirad, Mirad: las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia... ¿No os lo dije?
»Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... Los grupos se disuelven... Los ministriles, a quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... Hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... ¡Y luego dicen que hay justicia! Para los pobres...
»Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la obscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes... ¡Vecina! ¡vecina! Aquí..., antes que cierren las puertas. Pero, ¡calle! ¿Qué es eso? ¿Aún no ha comenzado cuando lo dejan? ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo...
»
»Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia antes que se ponga de bote en bote..., que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades puedo decir que le han hecho a maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues, nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo que suena que es una maravilla... Como que le conoce de tal modo que a tientas..., porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver responde: «Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas». «¿Esperanzas de ver?» «Sí, y muy pronto -añade, sonriéndose como un ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...»
»¡Pobrecito! Y sí lo verá..., porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de la capilla de
»En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle; y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... Y cuando alzan..., cuando alzan, no se siente una mosca...; de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la misa, vamos adentro...
»Para todo el mundo es esta noche Nochebuena, pero para nadie mejor que para nosotros».
Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
- II -
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices; la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.Era la hora de que comenzase la misa.
Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.
-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la misa.
Ésta fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.
En aquel momento un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.
-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo ni a su muerte dejará de usarse ese instrumento por falta de inteligente...
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho.
-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo,
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna y comenzó la misa.
En aquel momento sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito, y el Evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote toma con la extremidad de sus dedos
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios llegaba al mundo.
Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, al confundirse, formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos como un jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso apareció
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros. Y nadie sabía responder y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay?
-Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.
- III -
-Buenas noches, mi señora doña Baltasara: ¿también usarced viene esta noche a Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia.
El templo estaba tan brillante como el año anterior.
El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano con una gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.
-Es un truhán, que, por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.
-Es un ignorantón, que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros.
Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero y aquél apercibía sus sonajas y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó
Una estruendoso algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.
Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo, que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos..., todo lo expresaban las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca...
Cuando el organista bajó de la tribuna la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.
-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia-: vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando
-El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.
-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.
-Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro-, porque es viejo y malo y no puede expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.
-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez cuando en semejante noche como ésta bajaba de la tribuna después de haber suspendido el auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... No que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras..., yo sospecho que aquí hay busilis...
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.
- IV -
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaron en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara -Ya lo veis -decía la superiora-: vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
-Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.
-¡Miedo! ¿De qué?
-No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora..., no sé cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas..., muchas...; estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.
La iglesia estaba desierta y obscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi..., le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano mientras tocaba con la otra a sus registros... y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora y el hombre aquél proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.
El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes, fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquél había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
-¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Ave María al Arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano;
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó
Comen
La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
-¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando..., sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.
-¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo?... ¡Aquí hay busilis...! Oídlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en
EL MONTE DE LAS ÁNIMAS, Gustavo Adolfo Bécquer (texto completo)
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
viernes, 14 de octubre de 2011
LOS OJOS VERDES, Gustavo Adolfo Bécquer
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cual ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
I
-Herido va el ciervo..., herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; ¡la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal! El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí: las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán. Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.
II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible, rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:
-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.
"¿Tú no conoces aquel sitio? Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde."
"Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre."
"Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer."
"Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio."
"Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos..."
-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.
Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.
-Por lo que más amo -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del cielo!
III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Uno de los rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:
-Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... "Ven, ven...". Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. "Ven...", y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...
Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.
miércoles, 13 de octubre de 2010
Algunas de las "Rimas" de Bécquer comentadas, para el examen de 4º de ESO
A continuación, se presentan algunos de los poemas de las Rimas de Bécquer. Están divididas por temas: la poesía, el amor, el desamor y la angustia vital.
Para Bécquer, la poesía es emoción y es belleza, está en el ambiente, en la naturaleza y en la mujer, la mujer es poesía en movimiento (el hombre representa lo racional y la mujer lo emocional). Además, la poesía existe independientemente del poeta y el poeta intenta expresar las emociones con palabras, por lo que la poesía se convierte en la traducción de una emoción, la explicación en palabras de esa emoción. Para él es esencial la búsqueda de la belleza a la hora de expresar las emociones.
El amor y el desamor son poesía, son emociones y se expresan a través de imágines y palabras sugerentes.
La angustia vital es otro de sus temas, expresa la desazón típicamente romántica. Como en el Werther de Goethe, libro en el cual el protagonista sufre un amor no correspondido y se suicida. Los románticos viven intensamente las emociones humanas, hasta el punto de la desesperación en las emociones negativas y la felicidad absoluta en las positivas.
Veamos algunos ejemplos:
XXI
POEMAS SOBRE EL AMOR:
XVII
XXIX
POEMA SOBRE EL DESAMOR:
XXX
LX
Para Bécquer, la poesía es emoción y es belleza, está en el ambiente, en la naturaleza y en la mujer, la mujer es poesía en movimiento (el hombre representa lo racional y la mujer lo emocional). Además, la poesía existe independientemente del poeta y el poeta intenta expresar las emociones con palabras, por lo que la poesía se convierte en la traducción de una emoción, la explicación en palabras de esa emoción. Para él es esencial la búsqueda de la belleza a la hora de expresar las emociones.
El amor y el desamor son poesía, son emociones y se expresan a través de imágines y palabras sugerentes.
La angustia vital es otro de sus temas, expresa la desazón típicamente romántica. Como en el Werther de Goethe, libro en el cual el protagonista sufre un amor no correspondido y se suicida. Los románticos viven intensamente las emociones humanas, hasta el punto de la desesperación en las emociones negativas y la felicidad absoluta en las positivas.
Veamos algunos ejemplos:
POEMAS SOBRE LA POESÍA:
IV
No digáis que agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
habrá poesía.
(En esta estrofa el poeta nos explica que la poesía es independiente del poeta, existe más allá del ser humano y por lo tanto auqneu no haya poetas puede seguir habiendo poesía, es un sentimiento o emoción que nos rodea aunque nadie hable de ella)
Mientras las ondas de la luz al beso
palpiten encendidas,
mientras el sol las desgarradas nubes
de fuego y oro vista,
mientras el aire en su regazo lleve
perfumes y armonías,
mientras haya en el mundo primavera,
¡habrá poesía!
(Aquí vemos la identificación entre naturaleza y poesía, la luz que ilumina un beso, el sol reflejado en las nubes, un olor en el aire, la primavera son imégenes poéticas, son poesía en sí mismas)
Mientras la humana ciencia no descubra
las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo haya un abismo
que al cálculo resista,
mientras la humanidad siempre avanzando
no sepa a do camina,
mientras haya un misterio para el hombre,
¡habrá poesía!
(Aquí el poeta identifica lo misterioso con la poesía, esto es típicamente romántico. Mientras haya una incógnita o un misterio para el hombre habrá poesía, porque lo misterioso es poesía)
Mientras se sienta que se ríe el alma,
sin que los labios rían;
mientras se llore, sin que el llanto acuda
a nublar la pupila;
mientras el corazón y la cabeza
batallando prosigan,
mientras haya esperanzas y recuerdos,
¡habrá poesía!
(Aquí el poeta nos está diciendo que mientras haya emociones habrá poesía, porque la poesía es emoción)
Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran,
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira,
mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas,
mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía!
(Y finalmente identifica la poesía con el "amor", el sentimiento más sublime, la comunicación máxima entre dos personas, que también es poesía)
XI
-Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
-No es a ti; no.
-Mi frente es pálida, mis trenzas de oro,
puedo brindarte dichas sin fin.
Yo de ternura guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
-No; no es a ti.
-Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
No puedo amarte.
-¡Oh, ven; ven tú!
(En este poema el poeta dialoga con tres interlocutores diferentes, en el primer caso tiene a la mujer morena, símbolo del amor carnal; en el segundo caso tiene a la mujer rubia, símbolo del amor recatado y tierno, maternal; en último lugar, su interlocutor es un "sueño", un "imposible", un "fantasma", no se puede tocar. El poeta elige a este último interlocutor, porque busca lo sobrenatural, lo maravilloso, lo extraordinario, no se conforma con lo vulgar o lo que se puede tocar. Es típicamente romántica la búsqueda de lo sobrenatural y misterioso o de lo que no se puede tener, de lo prohibido, por ejemplo.)
XXI
¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¡Que es poesía!, Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.
(En este poema se habla del amor y de la poesía a la vez. Son dos enamorados el uno frente al otro y la poesía se identifica con esa emoción que les une, pero sobre todo hay que destacar que el poeta identifica la poesía con la amada. Estamos ante esta relación romántica entre la mujer y lo poético.)
POEMAS SOBRE EL AMOR:
XVII
Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado....
¡hoy creo en Dios!
(El amor del enamorado frente a la amada es tan grande que roza lo divino, vemos aquí la exageración del amor romántico.)
XXIX
Sobre la falda tenía
el libro abierto,
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros:
no veíamos las letras
ninguno, creo,
y, sin embargo, guardábamos
hondo silencio.
(En esta primera estrofa destaca la enorme emoción que embarga a los enamorados)
¿Cuánto duró? Ni aun entonces
pude saberlo.
Sólo se que no se oía
más que el aliento,
que apresurado escapaba
del labio seco.
Sólo sé que nos volvimos
los dos a un tiempo
y nuestros ojos se hallaron
y sonó un beso.
(...)
(su amor se materializa en ese beso que es símbolo del amor)
Creación de Dante era el libro,
era su Infierno.
Cuando a él bajamos los ojos
yo dije trémulo:
¿Comprendes ya que un poema
cabe en un verso?
Y ella respondió encendida:
¡Ya lo comprendo!
(Para ellos "un poema cabe en un verso" porque ante la emoción sobran las palabras. Del mismo modo, para expresar la poesía sobran las palabras, la poesía nos rodea)
POEMA SOBRE EL DESAMOR:
XXX
Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo y se enjugo su llanto
y la frase en mis labios expiró.
Yo voy por un camino: ella, por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún, ¿por qué callé aquel día?
Y ella dirá, ,¿por qué no lloré yo?
(Vemos el sentimiento del arrepentimiento)
POEMA SOBRE EL DOLOR PROFUNDO Y LA ANGUSTIA:
LX
Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.
(La angustia es típica del romanticismo. El poeta romántico es un proscrito, vaga al márgen de la sociedad, entiende a su manera el mundo, fluye con la naturaleza y los sentimientos, poseído por las emociones más radicales y pasionales.)
POR LO TANTO, EL ROMANTICISMO SE CARACTERIZA POR:
POR LO TANTO, EL ROMANTICISMO SE CARACTERIZA POR:
-Identificación del poeta con la naturaleza.
-Intensificación de las pasiones humanas y exageración de las emociones.
-Exaltación del amor, del desamor y de la mujer.
-Búsqueda de lo misterioso y de la evasión hacia el interior del poeta.
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4º ESO,
Bécquer,
IES SA BLANCA DONA,
Romanticismo
miércoles, 6 de octubre de 2010
Resumen de tres leyendas de Bécquer, por alumnos de 4º de ESO del IES Sa Blanca Dona
Se trata de un poeta noble llamado Manrique, el cual tiene imaginaciones no propias de un personaje normal, se podría decir que estaba un poco loco.
Manrique amaba la soledad, tanto que deseaba no tener sombra. Una noche de luna muy blanca y visible, Manrique se adentró en las ruinas de los Templarios y, de repente, vio un vestido de color blanco que se deslizaba por ahí, a Manrique le gustaban mucho las mujeres, entonces, decidió seguirla para poder encontrarla. La perdió, pero él no se cansaba nunca de buscarla, aunque no la encontrase.
Siguió caminando por el barrio de San Juan, cuando vio una luz roja reflejada en una pared negra, esa luz venía de la casa de enfrente. Manrique se pensaba que aquella era la casa de la mujer a la que tanto perseguía, pero descubrió que no. Estaba tan loco que escuchaba pasos donde no los había, sentía voces, etc. Describía a la mujer sin conocerla.
Volvió a buscarla y, al final, se dio cuenta de que el vestido blanco que siempre veía de la mujer era un rayo de luna. Al decubrir eso, Manrique se puso muy triste y ya no quería hablar con nadie, escuchar a nadie ni hacer nada.
Resumen de EL RAYO DE LUNA, por Noelia Ramón, Tania Torres y Marc Ventura, de 4º de ESO A.
La leyenda nos cuenta la vida de un hombre, Manrique, que era un noble muy encerrado en sí mismo que apreciaba mucho la soledad. Amaba la poesía, se puede decir que casi había nacido para soñar el amor y por ello su carácter solitario que le permitía pensar y poder estimular su mente.
Era una noche cálida de verano con una luna blanca y serena. En el fondo de las sombras vio agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. Manrique creyó que era una mujer que se dirigía al monasterio de los Templarios, la siguió e intentó alcanzarla y hablar con ella, pero a pesar de todos sus intentos no lo consiguió, hasta que llegó a la que él supuso que era su casa. Pero cuando tocó la puerta y preguntó que quién vivía allí, la persona que le abrió le dijo que era la casa de Alonso de Valdecuellos que era el montero mayor del rey y que vivía solo.
Pasado un tiempo volvió a verla desde su balcón y la volvió a seguir pero mucho más de cerca y así pudo darse cuenta de que lo que veía era un rayo de luna y no la mujer de la que él, sin conocerla, se había enamorado locamente, a la que le daba voz el viento que chocaba contra los árboles. Esto llevó a nuestro protagonista a una gran melancolía y a pensar que la vida era un engaño y el amor era un simple rayo de luna.
Resumen de EL MONTE DE LAS ÁNIMAS, por María Haro, 4º de ESO A.
El relato cuenta la historia de una familia que se fue de cacería al Monte de las Ánimas el día de los difuntos, donde Alonso le contó a Beatriz ( hijos de los condes de Borges y de Alcudiel ) el motivo de por qué el monte se denominaba de esa forma y el por qué se tenían que ir pronto de aquel lugar.
Narró la leyenda, la cual dice lo siguiente:
El rey hizo venir a los templarios para defender Soria por la parte del puente; los nobles de Castilla se sintieron ofendidos por este hecho y nació un odio entre ellos. Los de Castilla tenían pensada una caza en grupo en el coto, aunque los templarios se lo prohibían. La caza se llevó a cabo, pero no murieron bestias sino los enfrentados. Se enterraron a todos junto a la capilla que se encontraba en el monte. Desde entonces dicen que en la noche de los difuntos se oye la campana de la capilla y las ánimas de los de allí enterrados corren como en una cacería.
Cuando llegaron a casa, el chico le quiso regalar a ella una joya para que se acordara de él cuando se fuera y ella la aceptó. Él quería que ella también le regalara algo y la chica le quería dejar como recuerdo una banda azul, pero la perdió en el monte. El chico se armó de valor y se acercó a aquel lugar. Durante toda la noche Bea escuchó ruidos escalofriantes y terroríficos cerca de su habitación. Veía bultos que se movían en todas las direcciones. De repente, escuchó que se movía un mueble de su dormitorio. Se tapó con las sábanas todo el cuerpo y así pasó toda la noche. Cuando se levantó de la cama al amanecer, se fijó en el mueble que se movió y vio en él sangrienta y desgarrada la banda azul. Alonso había muerto devorado por los lobos.
Pasado un tiempo contó un cazador, que pasó en el monte una noche antes de morir, que vio levantarse a los esqueletos enterrados allí perseguir a una mujer que daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso, sepultado en ese lugar.
Resumen de EL MONTE DE LAS ÁNIMAS, por Adnan Feddoul y Zakareae Tebbal, de 4º de ESO A.
La historia transcurre en un monte llamado Monte de las Ánimas, el día de los Difuntos. Unos cazadores se iban de expedición, pero regresaron, ya que era 1 de noviembre, día de Todos los Santos, justo antes de la terrible fecha. Entre ellos iban Beatriz y Alonso, hijos de los condes de Borges y de Alcudiel, con sus padres y pajes, montados a caballo, para ir de cazería.
Alonso, que era cazador, empiezó a contar una leyenda, la del Monte de las Ánimas. Al parecer, a este monte que llamaban de las ánimas pertenecía a los Templarios, que eran guerreros y religiosos a la vez. Cuando los árabes fueron expulsados de Soria, el Rey hizo venir a los Templarios para defender la ciudad, lo que ofendió a los nobles guerreros de Castilla. Entonces, se inició una lucha entre los dos grupos, hasta que el Rey dio fin a la batalla; el monte fue abandonado y en la capilla de los religiosos se enterraron los cuerpos de unos y otros. Desde entonces, cuando llega la noche de los difuntos corre la leyenda de que las ánimas de los muertos corren junto con todos los animales del monte, muertos de miedo y sin que nadie quiera permanecer ahí por esta fecha.
Cuando llegaron a casa de los condes, se separaron y Alonso le regaló un joya a Beatriz, ella le explicó que aceptar un regalo suyo podía comprometer su voluntad y entonces Alonso le contó que era el día de todos los santos y que por lo tanto, un día de celebración para todos. Ella, sin decir nada, aceptó el regalo y él le pidió alguna cosa suya a cambio. Beatriz estuvo de acuerdo y le dijo que en el monte de las ánimas perdió la banda azul que llevaba en la cacería, y que justamente quería regalársela. Alonso, aún sintiéndose capaz de luchar contra los lobos, no era lo suficientemente valiente como para ir de noche al monte y buscar la banda azul. Pero, con la sonrisa de Beatriz, se levantó, y muerto de miedo se dirigió hacia el monte.
Pasaron las horas hasta llegar la media noche y Beatriz no podía dormir, se levantó a rezar creyendo oír su nombre cuando sólo era el viento, quedó asustada y con insomnio, oyendo las campanas de la ciudad de Soria, hasta que llegó el amanecer. Cuando se levantó y estaba a punto de reírse de ella misma por haberse asustado tanto la noche anterior, vio su banda azul rota y ensangrentada en su mesilla de noche. Beatriz quedó paralizada, cuando vinieron sus sirvientes para avisarla que Alonso había sido devorado por los lobos del monte, la encontraron muerta de miedo.
Dicen que después de este suceso, un cazador logró estar una noche dentro del monte de las ánimas, y que antes de morir pudo narrar que vio los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles sorianos enterrados en la capilla, y además, pudo ver también como una mujer desmelenada y con los pies ensangrentados daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
Resumen de EL MONTE DE LAS ÁNIMAS, por Adnan Feddoul y Zakareae Tebbal, de 4º de ESO A.
La historia transcurre en un monte llamado Monte de las Ánimas, el día de los Difuntos. Unos cazadores se iban de expedición, pero regresaron, ya que era 1 de noviembre, día de Todos los Santos, justo antes de la terrible fecha. Entre ellos iban Beatriz y Alonso, hijos de los condes de Borges y de Alcudiel, con sus padres y pajes, montados a caballo, para ir de cazería.
Alonso, que era cazador, empiezó a contar una leyenda, la del Monte de las Ánimas. Al parecer, a este monte que llamaban de las ánimas pertenecía a los Templarios, que eran guerreros y religiosos a la vez. Cuando los árabes fueron expulsados de Soria, el Rey hizo venir a los Templarios para defender la ciudad, lo que ofendió a los nobles guerreros de Castilla. Entonces, se inició una lucha entre los dos grupos, hasta que el Rey dio fin a la batalla; el monte fue abandonado y en la capilla de los religiosos se enterraron los cuerpos de unos y otros. Desde entonces, cuando llega la noche de los difuntos corre la leyenda de que las ánimas de los muertos corren junto con todos los animales del monte, muertos de miedo y sin que nadie quiera permanecer ahí por esta fecha.
Cuando llegaron a casa de los condes, se separaron y Alonso le regaló un joya a Beatriz, ella le explicó que aceptar un regalo suyo podía comprometer su voluntad y entonces Alonso le contó que era el día de todos los santos y que por lo tanto, un día de celebración para todos. Ella, sin decir nada, aceptó el regalo y él le pidió alguna cosa suya a cambio. Beatriz estuvo de acuerdo y le dijo que en el monte de las ánimas perdió la banda azul que llevaba en la cacería, y que justamente quería regalársela. Alonso, aún sintiéndose capaz de luchar contra los lobos, no era lo suficientemente valiente como para ir de noche al monte y buscar la banda azul. Pero, con la sonrisa de Beatriz, se levantó, y muerto de miedo se dirigió hacia el monte.
Pasaron las horas hasta llegar la media noche y Beatriz no podía dormir, se levantó a rezar creyendo oír su nombre cuando sólo era el viento, quedó asustada y con insomnio, oyendo las campanas de la ciudad de Soria, hasta que llegó el amanecer. Cuando se levantó y estaba a punto de reírse de ella misma por haberse asustado tanto la noche anterior, vio su banda azul rota y ensangrentada en su mesilla de noche. Beatriz quedó paralizada, cuando vinieron sus sirvientes para avisarla que Alonso había sido devorado por los lobos del monte, la encontraron muerta de miedo.
Dicen que después de este suceso, un cazador logró estar una noche dentro del monte de las ánimas, y que antes de morir pudo narrar que vio los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles sorianos enterrados en la capilla, y además, pudo ver también como una mujer desmelenada y con los pies ensangrentados daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
Resumen de MAESE PÉREZ EL ORGANISTA, por Pablo Ballesteros, 4º de ESO A.
Esta leyenda nos sitúa en la noche de la misa del gallo, se nos habla de un buen organista que a pesar de sus problemas de vista tenía una habilidad divina.
En la Misa del Gallo del año siguiente estaba previsto que Maese Pérez tocase el órgano, pero al comienzo de la misa se dijo que este estaba enfermo. Entonces, apareció. El último de sus dias quería pasarlo junto a su órgano, justo después del ofertorio se oyó un ruido, provinente del órgano y se hizo el silencio, Maese Pérez había muerto.
Al año siguiente, en la misma noche en la que murió Maese Pérez se iba a ofrecer la misa de todos los años, en honor de este no se iba a tocar el preciado instrumento del hombre y al final se tocó. Dos años después de la muerte del organista, ese año, la persona que iba a tocar el órgano era la hija de Maese Pérez, tras el poco éxito del año pasado, pero durante la misa se oyó un grito, se vio como la muchacha se alejaba del órgano pero este seguia sonando, era el alma de Maese Pérez.
Resumen de MAESE PÉREZ EL ORGANISTA, por Karim Laiti, 4º de ESO B.
El título de esta leyenda cuenta que, en Sevilla, había un hombre llamado maese Pérez, el mejor organista jamás visto. Él tocaba el órgano en una iglesia. Dice la leyenda que con su música llegaba al alma de los creyentes que iban a esa iglesia, la gente decía que su música era para los ángeles, lo cual le gustaba a todo el mundo.
El libro empieza describiendo a todos los personajes que se agolpan a la salida de la Iglesia de Santa Inés. Todo el mundo conoce a M. Pérez y habla de él diciendo que es el mejor organista del mundo. Todos esperaban la llegada de la Nochebuena , ya que la gente quería que llegase la hora de la misa para oírle tocar.
Llegó la Nochebuena y la hora de la misa, pero maese Pérez no apareció. La gente, inquieta, gritaba y abucheaba, hasta que un familiar del artista entró por la puerta de la iglesia y les dijo que M. Pérez se encontraba mal.
La gente que asistió a la misa, dio por hecho que el artista no iba a formar parte de la celebración. Cuando menos se lo esperaban, apareció junto a la puerta el amado maese Pérez, medio pálido y a punto de caerse al suelo, se dirigió hacia el órgano y tocó sus angélicas canciones, aquellas canciones llenaban de alegría a los creyentes de esa iglesia.
Toda la sala escuchaba entretenidamente su agradable música, cuando, de repente, dejó de sonar el órgano, el organista maese Pérez había muerto.
Un año más tarde, en ese mismo día, los fieles se agolpaban a la salida de la iglesia de Santa Inés. Nadie se había atrevido a suplir a maese Pérez, sólo un organista envidioso y con malas pintas. La gente le rechazaba, pero él estaba decidido a todo en esa misa.
En el momento cumbre de la misa, el órgano empezó a oírse y era una música celestial y angelical, que recordaba a la de maese Pérez, no una música fea y horrorosa como todos los fieles esperaban. El organista se atribuyó esa composición aunque la mayoría no creía que él fuera capaz de hacer eso.
Al cabo de dos años, estaba la hija de maese Pérez cerca del órgano y este empezó a sonar solo, sin que nadie lo tocara. Todo el mundo quedó asombrado. Y de ese modo siguió sonando durante años, deleitando con su música celeste, hasta que el tiempo lo dejo inutilizable. Y cuando trajeron un órgano nuevo para sustituirlo, el alma del organista no volvió nunca más a tocar.
La leyenda nos cuenta la vida de un hombre, Manrique, que era un noble muy encerrado en sí mismo que apreciaba mucho la soledad. Amaba la poesía, se puede decir que casi había nacido para soñar el amor y, por ello, su carácter solitario que le permitía pensar y poder remover su mente.
Una noche cálida de verano con una luna blanca y serena. En el fondo de las sombras vio agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad . Manrique creyó que era una mujer que se dirigía al monasterio de los Templarios, la siguió e intentó alcanzarla y hablar con ella, pero a pesar de todos sus intentos no lo consiguió, hasta que llegó a la que él supuso que era su casa. Pero cuando tocó la puerta y preguntó que quién vivía allí, la persona que le abrió le dijo que era la casa de Alonso de Valdecuellos que era el montero mayor del rey y que vivía solo.
Pasado un tiempo, volvió a verla desde su balcón y la volvió a seguir pero mucho más de cerca y así pudo darse cuenta de que lo que veía era un rayo de luna, no la mujer de la que él, sin conocerla, se había enamorado locamente, a la que daba voz el viento que chocaba contra los árboles. Esto llevó a nuestro protagonista a una gran melancolía y a pensar que la vida era un engaño y el amor era un simple rayo de luna.
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